Cuando eres joven, la vida parece larga y misteriosa. Cualquier decisión que tomas parece ser definitiva, irrevocable, grandiosa... Tanto que da miedo. Entonces llegan estas primeras veces, como el primer amor, el primer beso, el primer polvo o (si eres como yo) el primer suspenso.
Cuando eres joven te pasas la mitad del tiempo pensando en el futuro y la otra mitad temiendo que llegue. Te imaginas en mil escenarios, con mil personas diferentes, siendo diferentes versiones de ti mismo. Pero llega la realidad y te golpea y te das cuenta que el amor no es tan dulce, que los besos no son tan suaves, que el sexo no es tan mágico o que la vida no es tan sencilla como alguna vez imaginaste. Entonces empiezas a conformarte, a correr de tus sueños, a alejarte de todas esas versiones que habías soñado ser. Te rindes ante la inevitabilidad y el descontrol en tu vida. Te rindes ante ti mismo.
A veces hay que luchar contra esa parte del carácter, contra ese tú que quiere simplemente sentarse cómodamente a esperar que la vida provea. Hay que luchar contra esa parte del carácter que permanentemente huye, que es cobarde, que no quiere luchar.
Y puede que esto solo me haya pasado a mi, que me acabo rindiendo siempre ante la primera de cambio, pero sí de algo estoy segura es que una vez tomo conciencia de lo que quiero, de lo que sueño, de lo que hago, voy a esforzarme para poder ser el yo que quiero. Un yo que no huye. Un yo que sé para frente a la adversidad y le planta cara. Solo espero poder recordarme esto a mí misma mientras aún puedo. Mientras aún soy joven y tengo ilusión y fuerzas. Mientras aún no soy lo suficientemente cobarde como para dejar de luchar.